jueves, 1 de abril de 2010

Dos: Un poco de suerte silenciosa






I
"…estamos caminando sobre mierda", chillaba la voz con frenesí. "Se lo digo con respeto, Boss, pero honestamente estamos metidos hasta el cuello en esta mierda. Y no se trata de mierda sólida, de ésa que produce uno cuando está sano, más bien de una pegajosa mierda líquida y aguada de ésa que se te mete hasta en los ojos y …" Una detonación interrumpió el vertiginoso flujo de palabras. A R no le quedó de otra más que colgar el teléfono mientras sostenía en el rostro su habitual expresión de indiferencia.
El Chulo, su lugarteniente y uno de los pocos hombres que conocía su rostro, ahora seguramente estaba muerto, así que ya no tenía sentido mantener nexos con el resto de sus soldados, por ello arrojó el aparato desde la ventana abierta de su penthouse. Lo que había que saber ya lo sabía, estaba rodeado.
Tan sólo quería tener sus dedos libres para prender un Lucky Strike, que más que cualquier otra cosa, era lo que necesitaba en ese preciso momento. Miró la hora en su Rolex de oro y en el reflejo del exquisito cristal pudo ver el fuego de su cigarrillo combinado con la luz del atardecer. Era una lástima, le gustaba mucho la vista que tenía este edificio nuevo, el Cerro de la Silla se veía excepcional en las noches despejadas. Pero también sabía que esa noche iba a tener que hacer algunos sacrificios si quería salir vivo de Monterrey.
Se desabrochó completamente la camisa para sentir el fresco de la tarde, una de esas tardes en que el aire húmedo que se produce cuando la noche está a unos minutos de hacer su entrada es, simplemente, delicioso; esa sensación acompañada de un cigarro, es un placer inigualable que sólo un hombre libre puede disfrutar. Y él sabía que de una forma o de otra iba a permanecer libre.
Por momentos, mientras contemplaba el panorama sentía la irresistible tentación de arrojarse al vacío, lanzarse para acabar así con el juego. Desde que todo esto había comenzado R sentía constantemente palpitar en su interior un curioso vértigo. La enfermiza idea de la destrucción siempre lo acompañaba en sus mejores momentos. El mismo vértigo que en otras ocasiones lo llevaba a sentir como si fuese explotar o al furioso deseo de pegarse un tiro para sosegar la ansiedad durante ciertas noches demasiado calladas. Ese delirio solía acosarlo sobre todo cuando contemplaba el cristalizarse en dinero la perfección de sus ideas y, también, cuando sentía como si nadie fuese capaz de pararlo a pesar de observar constantemente a sus enemigos intentar destruirlo; pero eran esas mismas emociones las que lo estimulaban a seguir apostando frenéticamente en la ruleta rusa de su existencia.
Sólo el humo de su cigarrillo lo liberaba de sus ensoñaciones para devolverlo a la realidad. Sus ojos tornaban ágilmente a inspeccionar los movimientos en la calle: la llegada de aquellas camionetas negras que arremolinadas, como ratas hediondas alrededor de un pedazo de comida fresca sobre el césped, comenzaban a agruparse en torno a la entrada de su edificio y sin el mayor respeto hacia él. Las ratas querían devorarlo desde hacía años pero sólo hasta ahora, por primera vez, estaban muy cerca de rozar su sombra.
No pudo reprimir un espasmo de ira al apagar la colilla de su cigarro contra el marco de la ventana; el mirar la luz de esos molestos helicópteros que rondaban alrededor del edificio le recordaba la constante red que sus enemigos intentaban tender sobre él. Pero ya no le importaba el alboroto pues ya había llegado a la decisión de comenzar a jugar sus cartas. "Necesito champagne", se dijo casi en un susurro mientras atravesaba descalzo la oscuridad de su lujosa habitación. Sabía lo que debía hacer: iría al cuarto de atrás y comenzaría a quemar lo que tuviese que quemar y a romper todo lo que fuera necesario para ganar esta partida. Iría a ajustar cuentas con la rata gorda a la que había atrapado en su jardín dos días antes.
Se movía sigilosa pero velozmente a través de su apartamento, con una precisión tan desenfadada que recordaba la de un médico engreído antes de una operación; no escatimaba tiempo al agrupar los materiales necesarios para la meticulosa maniobra que se traía entre manos. Cuando pasó junto a la mujer desnuda que dormitaba ebria sobre el sofá de la estancia, le dio un par de nalgadas sobre la suave piel morena y le dijo que se levantara. Ella intentó besarlo de nuevo, pero él la detuvo y le puso unos cuantos billetes entre las manos. Ya había tenido suficiente de sus labios. "Termina de vestirte de camino al elevador, muñeca, porque ahora tengo mucho trabajo que hacer". Ella quiso protestar pero al verlo tan serio, mejor comenzó a caminar rápido hacia la salida, después de haber recogido a la carrera sus cosas.
Basta de mujeres fáciles para él, ahora era el turno de danzar con sus verdaderas e inseparables damas de compañía; ya fuese la Walther con cacha de oro, la Colt special o la  Gerasimenko VAG-73  elaborada con una extraña aleación de metales seleccionados por él. Aunque tal vez por esta ocasión tendría que conformarse con una simple y austera Beretta nueve milímetros con silenciador, pero eso sí, modificada para ser imposible de rastrear. Antes, primero que nada, como todo profesional de su oficio, tenía que preparar el escenario. Se dirigió al baño para cambiarse de ropa. Allí se colocó encima la camisa más sencilla que pudo encontrar, un overol roído de color azul claro, botas de hule y una gorra, también azul, sin distintivo alguno pero perfecta para completar su disfraz.
A lo lejos se volvió a escuchar una violenta ráfaga de descargas y los gritos se alzaron como si se tratase de alguna fiesta lejana; al parecer los federales habían abierto fuego contra algún objetivo. Se asomó de reojo por la ventana mientras empinaba otra copa de champagne. Sobre el asfalto húmedo pudo divisar el cuerpo inerte de la prostituta que había pasado esa tarde en su penn house. Encendió otro tabaco al darse cuenta que los enemigos no tendrían clemencia ante nada. Él también podía ser sanguinario si ellos así lo querían. Su cigarro se consumía entre sus dedos mientras R inspeccionó abstraído su nueve milímetros; se había dado cuenta que si iba a salir de su edificio no sería para quedar como una masa de carne agujereada sobre el asfalto. Ya era hora de ir al otro cuarto a visitar a su as bajo la manga.
Sin soltar el cigarro de entre los labios se dirigió a la caja de herramientas por un martillo. También tomó todo el C4 que encontró y se dirigió a la habitación de huéspedes a sacarle un poco de provecho a la asquerosa rata que había atrapado: Este era José Morales, uno de sus antiguos contactos cercanos al gobernador del estado y también el hombre que había intentado vender su identidad al hacerse pasar por persona de confianza; ahora Morales estaba atado y sedado en una silla, con el hueso del brazo izquierdo totalmente hecho pedazos. "Este patán jugó con fuego", se dijo el hombre del cigarrillo, "…y ahora, está a punto de quemarse por completo para pagar sus equivocaciones". Mientras R fumaba y, aleatoriamente, golpeaba al político en el rostro comenzó a escuchar nuevas ráfagas de disparos pero esta vez con una duración más prolongada. La hora había llegado, seguramente su gente ya se encontraba cerrándole el paso a los federales; pronto el aroma a carne quemada y sangre inundaría el edificio. Se apresuró a despedazar el rostro a su víctima y también le sacó los dientes para luego tenderlo sobre el piso y desnudarlo.
Tenía que apurarse en hacer el cambio. Se quitó el Rolex y lo colocó en el brazo fracturado de su prisionero. Le dio otro buen martillazo en la cara como pago por haber sido un soplón. Pues hasta antes de José Morales nadie externo había conocido la identidad del Señor R, forma en que lo llaman sus enemigos. Pero no había estado del todo mal lo que Morales había provocado, pues gracias a esto R había logrado descubrir que existían otras ratas peligrosas, ocultas en su organización y que mientras él trabajaba ellos se encontraban conspirando infatigablemente en su contra. "Ya las encontraría, una a una", pensó. "¡Vaya que sí!", se decía, aunque tuviera que seguir hasta el límite su descabellado plan de emergencia. Desnudó el cuerpo de Morales para luego vestirlo con sus mejores prendas y con su calzado más elegante. Ahora Morales, con su próxima muerte, le ayudaría a tener una coartada perfecta; una distracción que le daría el tiempo perfecto para realizar su viaje. Pensaba en esto mientras forraba a su rehén con explosivos y concinta de aislar. Si el gobierno y sus enemigos habían hecho una alianza extrema para derribarlo, él tendría que tomar entonces medidas bastante extremas también. Colocó algunos portafolios llenos de dólares (nada demasiado ostentoso pero sí una suma creíble) junto a Morales. Sonrió un instante y los ojos le brillaron de satisfacción. "Les dijiste a esos culeros de Jiménez-Villaseñor que R sería el pendejo del reloj edición limitada con quien te verían paseando esta tarde..." Se acercó a su rehén y dio dos golpecitos sobre el cristal del Rolex. "Ahora tú eres R, puto, jaja", le dijo al oído, justo cuando Morales comenzaba a reaccionar. 

Dejó verter unos cuantos botes de gasolina sobre del político ensangrentado. Antes de salir del cuarto tomó de un baúl una casaca de obrero, se ensució un poco la cara y se acomodó un nuevo cigarrillo sobre sus labios. 
Las descargas de balas y las explosiones se escuchaban cada vez más cerca, lo cual quería decir que estaban por llegar hasta él. Terminó de rociar de gasolina todo el departamento y salió hacia el corredor con su cigarro nuevo entre los labios para, casi al instante, prenderlo. Aspiró dos fuertes fumadas, luego arrojó lo que quedaba desde el marco de la puerta abierta hacia el interior de la habitación y, sin pensarlo más, se arrojó corriendo a todo lo que daban sus piernas en dirección hacia el elevador.
La explosión sonó como la aterradora carcajada gutural de un monstruo invisible. Con semejante alarido se destruyó todo un piso del edificio y todo lo que había en éste.


II
La puerta automática del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México se abrió y de salida hacia un taxi, al cruzar por un puesto de revistas, un hombre moreno y de complexión ágil compró un periódico. En el ejemplar se exhibían unas fotos sobre la explosiva muerte del líder del Cártel de los Buenos muchachos, uno de las organizaciones criminales más violentas del norte de México: MUERE EL SEÑOR R, PRÍNCIPE DEL CRIMEN ORGANIZADO EN MONTERREY. En el artículo podía leerse diversas teorías estúpidas sobre su misteriosa identidad, la cual en vida nunca pudo develarse. Pero que ahora, según decían los periodistas, tal vez a través de diversas forenses pruebas a los restos, esta situación podría cambiar. También referían la forma en que se habían encontrado sus restos; reducidos a simples fragmentos de un cadáver achicharrado que, de momento, sólo había sido posible reconocer gracias a sus pertenecías personales. Más adelante el artículo refería algo sobre la muerte de tres heroicos soldados. "Qué curioso”, se dijo el hombre, "…y yo que recordaba haberme templado por lo menos a doce cabrones.”
Se había dejado la barba durante unos cinco días y no pensaba rasurarse de momento, pues tan sólo iba a asistir a una cita para negociar el ser testigo bajo protección. Un par de federales corruptos eran sus contactos; un par de tontos adheridos a su nómina recientemente. Era curioso que trabajaran para él y ahora estuvieran a punto de conocerlo sin siquiera saber que se trataba del mismísimo Señor R. Sabía que le esperaba un interrogatorio duro con ese par de imbéciles, tal vez incluso una paliza brutal, pero era necesario aguantar todo si quería infiltrarse desde abajo, desde las raíces de su organización para sólo así encontrar a la rata que se ocultaba en esas alcantarillas, desde donde conspiraba contra él. Tal vez donde otros de sus mejores pistoleros habían fallado, él tendría éxito, puesto que a la serpiente había que agarrarla del pescuezo, como bien decía su difunto padre. Después de todo el era el Señor R y nadie hasta ahora lo había atrapado.
Antes de tirar el periódico a la basura contempló con atención durante unos segundos la foto en la que alrededor de una mano carbonizada (que más parecía la mano de una momia) lucía victorioso un reloj de oro, mínimamente estropeado. "Siempre supe que era muy fino el desgraciado", se dijo mientras encendía un inmaculado Lucky Strike blanco.


G. Sac, Septiembre de 2010.

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