martes, 3 de marzo de 2009

Diez, mi número de la suerte...

 Parte I: Voces




Alcántara, ese viejo perro de la policía federal se perdió entre las páginas del archivo burocrático del tiempo. Su mujer lo dejó por pendejo o por honesto, entiéndase como se quiera y como se pueda. Su hijo se volvió loco (demasiados videojuegos de guerra decía el psiquiatra). Pero después de un tiempo agarró el patín, como quien dice, se rehabilitó y se hizo criminal. Bueno, se hizo policía federal aunque ya en estos tiempos, ser lo uno o lo otro va junto con pegado.

Diez años pasaron desde la caída y ascenso del gran dios R, mejor conocido como el Rey de Reyes, el tlatoani del norte, El lobo emplumado, el Jefe de Jefes, el Maestro oscuro del infierno, Mr. Mistery, Santo patrón del Polvorino blanco o el Señor de todo lo visible e invisible y todas esas mamadas que se inventaron los medios para nombrarlo. Se le pensó muerto pero el muy culero andaba escondido y resucitó al tercer día, como el pinche Yisus. Te voy a robar un cigarrito si no te molesta...
(Una mano alejó la cajetilla de cigarros antes de que el hombre sentado en la silla pudiera tomar uno).
Bueno, no te enojes... Como te decía, entonces el pinche R se hizo pasar por muerto pero andaba ocupado haciendo alianzas con  políticos y empresarios corruptos del Estado de México. Dejó la maquinaría del norte olvidada un rato para afianzar el centro y, después, con todas estás mafufadas del cambio de presidente, el culero se levantó en armas como el pinche diablo: chingo de masacres y destrucción a lo largo y ancho del país (casi que del planeta). Incluso dicen que el R andaba ya hasta haciendo pactos con pinches príncipes del Irán y toda la madre Talibán para comprar armamento chingón. De ese que hacen los rusos y los chinos, puro full metal jacket, como dicen los gringos... Pero yo creo que ha de ser mentira eso de los pactos, porque yo medio que conocí a ese culero y el R no hacía pactos ni con su pinche madre.

Ese cuento ya me lo sé, pendejo –rugió una voz que venía del rincón más cercano; una voz clara y seca como gruñido de dóberman listo para saltar al cuello. De entre las sombras surgió un brazo armado que se colocó en la sien del hombre sudoroso que estaba sobre una vieja silla de plástico, siendo interrogado. No había demasiada luz en aquel cuartucho, tan sólo un par de velas y una computadora. A los pocos segundos un golpe cruzó la cabeza del hombre sentado. El hombre oscuro tuvo que esperar a que su víctima se recuperara un poco.
¿Entonces qué mierdas es lo que quieres saber, wey?- preguntó el interrogado con voz chillona mientras un hilo de sangre y moco le escurría desde la nariz. Sus manos se movían nerviosamente alrededor de su cara, como intentando anticipar el siguiente golpe.

-Quiero saber sobre ése al que llaman Alcantarita... y ya no me hagas perder mi puto tiempo o...- la silueta colocó su pistola sobre los testículos del interrogado- ...no te irás completo de este cuarto, Chulo.

-¿Me vas a chingar?- preguntó el Chulo entre cansado y asustado.

-Eso no está en mi plan Chulo, de momento, pero sé de otros cabrones que te andan buscando. Eres muy popular Chulo, como el putito local en una base del ejército.

-¿Eres…? ¿Eres tú Boss?

- No, pero a ese culero también lo ando buscando...



Parte II: (Interludio) …Tan sólo balas

Don Chava, el viejo capo del Cártel de los Jiménez-Villaseñor y Eddie, su hijo menor, penetraron en el inmundo cuarto para llevar a cabo su reunión de emergencia.
Aquel ruinoso cuarto apestaba a mierda y a otras inmundicias, pues era el fumadero privado del nieto idiota y drogadicto del viejo Jiménez-Villaseñor. “Un jodido nini”, como el mismo Don Chava solía decir sin temor a que el chico lo oyera.
 Por el olor y las circunstancias la reunión tendría que ser “más rápida que el coito de un eyaculador precoz”, según venía diciendo Eddie mientras manejaba la camioneta. A veces a Eddie le gustaba usar vocablos que le parecían muy cultos, como “coito”, para impresionar a su viejo.
La situación era crítica pero aún en situaciones así, don Chava, a diferencia de sus hijos, sabía mantener la calma. Lo único que podía hacerlo estallar era el tratar con su primogénito, Juanito, al que abiertamente consideraba un débil mental. Esa tarde, por desgracia, tendría que ver necesariamente a Juanito. Por ello se había hecho acompañar de Eddie. Antes de tomar sus pastillas para la diabetes, el viejo Capo recitó para relajarse un antiguo dicho que había memorizado desde joven: “Hoy no habrá balas para mí, tan sólo suerte”
Juanito los esperaba sentado en el derruido comedor de aquel cuartucho, mientras nerviosamente intentaba pelar un limón seco. Al parecer ya traía varios tragos encima, como anunciaban las botellas vacías que lo rodeaban, asemejando una muralla de majaderos soldados de vidrio. Él levantó los ojos y sonrió insulsamente a su padre y hermano. “Es casi tan pendejo como su hijo Joe, el drogadicto marica”, pensó Don Chava al verlo allí y al oírlo vociferar tonterías y bravuconadas a Eddie contra R. Don Chava observaba la situación desde un gélido ensimismamiento, mientras Juanito seguía increpando a su hermano con estúpidos planes para salvar la situación. De pronto y sin previo aviso el capo mayor, en un violento estallido de furia, tomó una botella José Cuervo del suelo y se la arrojó al rostro. Juanito apenas logró evadirla. Al instante el viejo desenfundó, con una veloz maniobra, su Desert Eagle .50 dispuesto a privar a su propio hijo del uso de una de sus manos. “¿Derecha o izquierda, cabrón???” gritó el viejo fuera de sí. Pero en ese momento, Eddie, haciendo gala de su gran prudencia, detuvo al padre. “Cálmate, papá. Todavía no.” – le dijo con una sonrisa a don Chava. No había razón para acabar tan pronto con el traidor, pensó Eddie; primero había que sacarle toda la verdad.
Pocos minutos después Juanito estaba amarrado en una silla y el brutal interrogatorio de su hermano menor había comenzado.
No importando que fuera su propio hijo, don Chava disfrutaba del espectáculo, pero no porque se recrease con la contemplación del sadismo, sino porque sentía que esa era la merecida paliza que él mismo nunca había podido darle a tiempo a Juan, como correctivo pedagógico. La madre, que en paz descanse, lo había sobreprotegido demasiado. Y tal vez, después de todo, sí disfrutaba un poco de la brutalidad en algunos casos. Además Juanito era un imbécil que se merecía eso y más; lo único que había hecho en la vida había sido derrochar el dinero de la familia en apuestas, casarse con una prostituta de la televisión y engendrar a un vástago drogadicto y homosexual. Y no obstante con eso, el muy traidor se había dado el lujo de intentar venderlos a su enemigo jurado, al pinche R; aquello último era imperdonable. “¡Venderlos a ese pendejo de R no podía ser! Hace mucho tiempo Don Chava había intentado borrar esa podrida letra del alfabeto criminal del norte; muchos políticos corruptos de Monterrey habían accedido a ayudarlo. Mucho tiempo creyeron haber tenido éxito. Creyeron haber vencido a ese fantasma. A ése al que durante diez años creyeron quemado hasta los huevos y que de la nada había regresado para iniciar una guerra contra todos ellos. Contra todo el país. Ese hijo de puta que no respetaba pactos ni acuerdos; que lo quería todo para él solo. R se daba mucha importancia desde que se rumoraba que tenía hasta a los del gobierno contra la pared, bien agarrados de los huevos: porque supuestamente R poseía vídeos y grabaciones que implicaban hasta al mismísimo presidente de la república… "Pero ya se le va a acabar el cuento a ese puto R", se dijo Don Chava, "...Porque yo sé tratar a los perros rabiosos como él.”
Tal vez lo que más le sorprendía al viejo Capo era que una sombra se atreviera a poner en duda su poderío e incluso a levantar sus armas contra él, contra el mismísimo don Chava quien antes fuera considerado el Mero Cabrón del Norte. Además, si él hubiera querido matar a R de verdad, no se hubiera conformado tan sólo con mandar quemar su pinche edificio aquella vez (esas eran mamadas), lo hubiera despedazado en persona. Pero el pendejo de Morales la tenía que cagar y regar la sopa. Y todo por caliente, por ambicioso de mierda; por quererle jugar a dos bandos. Además con la muerte del capitán Preciado, su contacto en la policía federal, todo se complicó más. Las criadas gritaron mucho cuando encontraron la cabeza del capitán flotando en la alberca de su casa de Sinaloa. Y para chingarla, aquel día Eddie había llevado a sus hijas a verlo. Aquello fue una afrenta típica del pinche perrito de R, del pinche Alcantarita. Ese jodido niñato ya aprendería, ya aprendería cuando Don Chava lo encuentre, le corte los huevos y lo haga confesar todo sobre R…”
El viejo pensaba en todo esto mientras seguía observando en silencio la tortura infringida a su propio hijo, por las hábiles manos de su otro hijo. Cuando Eddie tenía que sacar dientes le producía un asco infinito y prefería aprovechar para hacer otra cosa, tal vez ir al baño un momento o ir por agua para tomarse su Captopril.
Juanito estaba cubierto de sangre y, aun así, no paraba de suplicar y de jurar por su inocencia. Pero el sordo martillo de Eddie no se detenía ante nada.
Una caaamioneta gris, con placas de… Un timbre de celular detuvo el tiempo por unos instantes. Los tres hombres se miraron. “No es el mío”, dijo Eddie. Era el celular del hermano torturado, que sonaba impertinentemente. Eddie paró y Juanito, tan pesado como un costal de cemento, cayó al polvoriento y sucio suelo. El viejo desde su asiento hizo algunas señas imperativas a Eddie y el hijo procedió a contestar.
 La voz de Guzmán, uno de los subordinados de confianza del cártel, surgió desde el aparato. Era muy raro que su lugarteniente los interrumpiera de esa forma cuando, de antemano sabía él, que se encontraban en medio de un asunto de familia. “El jefe les manda saludos a los tres” –dijo Guzmán jovialmente, lo cual erizó los pelos de la espalda de Eddie. “Pon a tu pinche viejito al teléfono, pequeño Eddie, que el nuevo jefe quiere hablar con él” –ordenó la vulgar voz de Guzmán en un tono que nunca antes le habían escuchado. El martillo de Eddie cayó al suelo junto con una bolsa que contenía los dientes de Juanito. El viejo notó que algo pasaba con esa misteriosa llamada y cuando Eddie se disponía a interrogar a Guzmán, el viejo le exigió el teléfono. Eddie obedeció sintiendo como si sus manos pesaran más que todo su cuerpo –pues ahora conocía al verdadero traidor– y, sin mucha convicción, le pasó el celular a su padre.
“¡Hoooola Abuelito!”. Le desgarró el oído la chillona voz de Joe, su nieto. “Les dejé una sorpresita en el baño. ¡Busquen, por favor! Anda, manda a tu fiel San Bernardo Eddie.”.
Sin perder el gesto de dureza en su rostro, el viejo le ordenó a Eddie revisar el baño. Y, contrario a todo lo antes pensado, allí estaba la respuesta al problema. Yacía allí, completamente desollado, mutilado (y tal vez más), el Chulo. El antiguo lugarteniente de R, el muerto de hambre que les había ayudado a quemar la fortaleza de su enemigo. El pinche traidor de mierda.
“¡UYY! R te saluda, Abue. Dice que encontró a tu amiguito entre los puteros de la capital y que te lo mando con cariño de vuelta.”
“No seas pendejo, Joe”, respondió con voz metálica el viejo, “…R te va a joder a la menor oportu…”
Unos golpes brutales retumbaron en la puerta de la guarida en aquel instante. “Tú no te preocupes tanto por mí, abue. Ya deben estar por allí los federales, ¿no?” –exclamó Joe lleno de alegría con su exageradamente afeminada voz. Don Chava, colmado de ira tiró el celular y, mientras el nerviosismo empezaba a roer sus entrañas, desenfundó su arma a la par que Eddie. Sabía que su hijo menor se mantendría leal y valeroso hasta el final, como un gran sabueso. Don Chava casi pudo imaginarlo lanudo y sacando la lengua con mirada estúpida, como si fuera un perro grande e idiota. Una bala salida de algún punto desconocido, sin previo aviso, hizo saltar los sesos de su hijo mejor contra la pared. En ese momento el viejo se dio cuenta de que estaba solo a su suerte.
En la puerta comenzaron a escucharse disparos y gritos de hombres forzando la entrada. “¡Policía Federal, Policía Federal!”, clamaban las voces. Seguramente el chofer de don Chava y el resto de sus soldados ya estaban muertos, así que era mejor prepararse para lo peor, porque los siguientes serían Juanito y él.
Mientras los tiros comenzaban a silbar dentro del recinto, desde el celular en el suelo aún podía escucharse la chillona voz de Joe: “Una buena parte de esto lo aprendí de ti abuelito. Aliarse con el fuerte, como hiciste tú en los años 80… Sé que nunca te agradé y es tarde para que te arrepientas pero… ¿No crees que me debes una disculpa? Siempre decías que yo era un putarraco bueno para nada. Te burlaste cuando quise estudiar para modelo profesional. Nunca me apoyaste. Decías que eso era para putos, que los verdaderos cabrones lo resolvían todo a balazos como Amado Carrillo tu compadre y como tú… Tal vez tenías algo de razón. Espero que sepas apreciar la forma en que jugué mis cartas...”
Una horda de balas perforaron la puerta y pegaron sobre el inerte cuerpo de Eddie; a la par que Juanito recibía treinta tiros en su lugar, en el suelo. Don Chava lleno de horror se atrincheró junto a una mesa caída boca abajo. Al parecer el negocio ya no era lo que solía ser, ni él tampoco. Los federales de ahora eran más volubles que putas sifilíticas; jalaban siempre con el que la tuviera más grande aunque la tuviera chueca.
Los artríticos dedos del viejo no le respondían bien al sujetar la pesada escuadra. Trató de calmarse. Se dio cuenta de que no había un mensaje de Dios en todo aquello, sólo balas rugiendo furiosas; balas como el único significado de su vida. La moraleja de todo esto, para un viejo como él, era la nada. No existe una jodida moraleja en la vida. Así es, no había nada de malo en morir allí (siempre había deseado morir peleando) pero le avergonzaba que fuera a manos de un pinche maricón con la nariz operada, como su nieto. “Hubiera preferido morir a manos de R pero ese culero nunca da la cara…”, pensó. Y mientras intentaba desentrañar en sus últimos minutos los sombríos planes de ese ser llamado R, comenzó a arrastrarse lejos de las balas.
A sus pies, la fastidiosa voz del celular seguía diciendo… “Y ya no te preocupes tanto, Abuelito, pues hoy no habrá suerte para ti, tan sólo balas…Au revoir!”


Contribuyentes

Seguidores