martes, 28 de abril de 2009

Cuatro: Good cop, bad cop


Las palabras que su hijo le ha dedicado le parecen totalmente incomprensibles, no totalmente ajenas a este mundo lleno de furia pero sí bastante extrañas como para provenir de un simple niño. Se queda meditando un rato sobre aquellas palabras mientras se alista para salir rápido, su mujer le ha pasado una llamada de sus superiores; al parecer todos los agentes han sido llamados de emergencia a causa de un operativo en una posible narco propiedad. Le parece una lata, pues le han llamado justo cuando pensaba que su día había concluido. Deja su plato de comida intacto sobre la mesa y se pone su chamarra de piel. Mientras sale de su modesta y poco lujosa casa le lanza una disimulada mirada a su hijo situado frente a la televisión. El niño es raro y en ocasiones él se siente totalmente culpable y avergonzado al respecto. Tal vez el niño y su mujer se merecen algo mejor, tal vez sea tiempo de empezar a aceptar los sobornos que todos los demás agentes reciben. Sobre todo si desea que el niño algún día termine sus estudios. Si antes no había querido aceptar dinero sucio no había sido por principios, sino por miedo. Miedo a acabar con un tiro en entre los ojos o decapitado en su propia cajuela, como han concluido sus días tantos otros policías corruptos.

Aunque siempre trataba de no pensar en el pasado, en lo que pudo ser, le es imposible no acordarse de los años en que entró a la policía. Fue en los tiempos en que era tan sólo otro joven idiota. Necesitaba dinero y ya había estado trabajando de albañil y de plomero para ganarse algunos dolorosos centavos mientras acababa el bachillerato. Tenía 18 recién cumplidos cuando un tío que era judicial le recomendó que hiciera el examen para policía, pues con su ayuda, aparte de conseguir el puesto, tendría un sueldo un poco más alto de lo normal. Le pareció que sería simple, que sería tan sólo en lo que conseguía un mejor empleo o en lo que se aplicaba para el examen a alguna escuela de música, lo cual siempre había sido su máximo anhelo.

…………………….

Cuando estacionó el auto entre los montones de camionetas y carros patrulla que rodeaban el lugar encontró a varios de sus compañeros agrupados conversando a carcajadas; todos vestidos con sus habituales trajes caros pero vulgares -con esas camisas de seda que tanto detestaba y con sus corbatas arrogantes pero manchadas de caldo de pollo de alguna cocina económica de la ciudad. Al divisarlos y contraponerlos a la figura del imponente edificio polarizado, pensó que esto no pasaría a mayores, pues esto no era un caso para unos poco eficientes agentes corruptos ni tampoco para desarrapados como él, sino para especialistas. “Tal vez para cabrones de las fuerzas de élite o para agentes coordinados por genios de la DEA o el FBI”, se dijo mientras trataba de imaginar a Samuel L. Jackson en su papel de agente experimentado; fumando un puro y, con el entrecejo fruncido, dirigiendo a un montón de soldados mexicanos.

Abrió la puerta del carro, salió del vehículo para prender uno de sus aplastados cigarrillos de diecinueve pesos. Ya sólo le quedaban dos últimos tabacos, así que sólo se fumaría uno más por ese día, pues el otro tendría que ser su cigarro de reserva por lo menos durante dos semanas más, en lo que le pagaban. No podía darse ni los lujos mínimos de un policía soltero.

Mientras observaba la situación sintió que una mano que lo tocaba por el hombro. Al darse la vuelta encontró a Alfredo Molina, un agente alto, obeso y bastante sudoroso. “Dicen que siempre sí tenemos que entrar, Alcántara, acabamos de recibir esas instrucciones”, le dijo el sudoroso con mirada temerosa. “No mames, Molina, esto está muy pesado, no es para nosotros…”. “Simón eso es lo que todos pensamos, Alcántara, pero dizque son pinches órdenes de muy arriba. A este bato lo quieren vivo o muerto en todas partes.” El gordo acababa de sacar uno de sus cigarrillos largos y caros de esos que fuman las señoras que se quieren sentir muy sofisticadas, mientras escrutaba con mirada distraída el sol crepuscular que proyectaba su reflejo contra la lujosa estructura de la moderna construcción. “Este edificio debe de ser una toda una fortaleza mortal y polarizada. Por eso yo no entraré, los demás y yo nos estamos haciendo pendejos hasta que el ejército termine con todo este juego. Que se maten los destripadores contra otros destripadores. Eso mismo pensamos cuando un sargentito nos preguntó si interferiríamos en esto… le dijimos al wey que todavía no llegaban suficientes refuerzos de los nuestros, que entraríamos hasta que estuviéramos completos. Pero la verdad es que no entraremos más que a ver los cuerpos que seguramente dejarán todos estos allá adentro. Por nada del mundo entraría allí, ni por el ascenso y la pinche recompensa que ofrecen por la cabeza de este hijo de puta.” “¿Qué recompensa, Molina? Pues, cuánto están pidiendo por este legendario Señor R”, preguntó Alcántara bastante intrigado. El gordo con actitud distraída mientras arrojaba el humo de su Bensson sacó su Blackberry y le mostró un mensaje que el capitán les había enviado. El no se había enterado porque desde hacía unas semanas no traía celular, pues el suyo, un modelo muy barato, había muerto de vejez.

La cifra que vio allí era verdaderamente obscena, Alcántara se jaló fuertemente la nariz hacia abajo con gesto de extrema sorpresa. No pudo articular palabra alguna, mientras sentía que un silencio perverso devoraba todos sus pensamientos. Se imaginaba todo lo que podría hacer con una cifra así: para empezar dejaría la policía e iniciaría sus estudios musicales, tal vez hasta podría poner un café en alguna parte de la ciudad. En el café podría amenizar con rock, tocado por él mismo, mientras atiende a los clientes. Su mujer podría trabajar allí y el niño tendría así asegurado su futuro. Ya no vivirían al día y quizá hasta le sobrara bastante como para guardarlo o invertirlo en alguna otra cosa…“Yo sí entraré”, se escuchó decir con una voz que no era la suya.

“¡No seas pendejo, Alcántara!”, le dijo el gordo al tiempo que lo miraba con algo parecido a la repulsión. “Si entras tú, nos vas a hacer quedar mal, nos vas a joder a todos, wey.” “No te preocupes, Molina. Diré que ustedes me estaban cubriendo la espalda”, le dijo con desprecio al tiempo que le ponía un cartucho a su Baretta escuadra. Mientras se colocaba el chaleco antibalas que traía en la cajuela, Molina se retorcía nervioso entorno a él como un cerdo en celo. Otros agentes se acercaron para preguntar qué sucedía, pero nadie se atrevió a interferir en la decisión de Alcántara, en el fondo les daba igual y, además, les pareció que tal vez sería divertido ver lo que hacía este policía muerto de hambre por algunos pesos más. “Si lo logras, tendrás que compartir una parte con nosotros”, le dijo Ramírez cínicamente entre risas. “Descuida, les daré su parte”, exclamó mientras escupía un salivazo seco cerca de los ostentosos zapatos del otro agente.

Sintió asco, miedo y ganas de orinar mientras se alejaba de aquel grupo de engreídos gánsteres con placa y se aproximaba al cerco donde se encontraban todos los elementos que entrarían a la fuerza en el edificio. Se sentía casi tan estúpido como cuando se había hecho un tatuaje de un martillo de Pink Floyd en el hombro izquierdo y nadie había entendido de qué se trataba. Así se sentía ahora, mientras avanzaba con las miradas de los otros agentes clavadas como alfileres sobre sus hombros. “De verdad que en algunas cuestiones uno va solo; como cuando se va al baño o cuando llega la muerte”, se dijo mientras cortaba cartucho y acomodaba su arma en su funda.

Cuando se encontraba entre los militares -los ordinarios y los psicópatas de élite del ejército, quienes coordinaban la misión- pudo ver cómo repentinamente una mujer era acribillada a tiros a las puertas del edificio. En los ojos de los soldados había placer; en los de algunos policías de azul que habían participado en el tiroteo hubo miedo pero al final, todo se transformaba en risas de triunfo para ambos bandos. El abrigo de pieles blancas de la mujer había sido reducido a un trapo sanguinolento.

Un sargento militar de piel cobriza y aspecto duro le preguntó que quién era. “Teniente Alcántara, agente judicial”, se identificó, mientras el sargento lo inspeccionaba con gesto insolente. “¿Por qué no vienen más agentes, acaso usted es el único héroe policía que tienen?”, le dijo el soldado con una sonrisa de superioridad. Alcántara lo miro sin mostrar sentimiento alguno. “Bueno, héroe, pero yo doy las órdenes aquí. Usted vendrá con mis efectivos. Nosotros entraremos después de las fuerzas de élite, no antes. Este pinche operativo es un desmadre y quién sabe qué pueda pasar allá adentro, así que mejor apriétese los guevos y encomiéndese al diablo o a quien prefiera.”

El sargento sigue hablando y hablando, pero él ya no puede entenderle nada. A lo lejos observa a un tipo muy blanco, rapado, de ojos azules y vestido con ropa muy fina (en su cintura porta un gafete que a la distancia no se alcanza a distinguir), que les muestra algo en su laptop a un grupo de policías y militares mexicanos, todos de alta jerarquía. El rubio es un hablador (al igual que el sargento mexicano); al parecer el americano está muy apasionado dando una gran conferencia pero Alcántara sólo alcanza a distinguir entre los murmullos de toda la gente, las palabras pronunciadas con una lentitud exasperante, casi como una letanía “…good cop, bad cop… good cop, bad cop!”. Su inglés nunca fue muy bueno así que no trata de entender más. Le responde vagamente al sargento (quien sigue hablándole), sin mirarlo, al tiempo que se da cuenta que ,con manos un tanto sudadas ,ya está prendiendo el último cigarro de su cajetilla. Está será una noche difícil.

G. Sac., Semptiebre de 2010

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