viernes, 10 de abril de 2009

De lo que hacía una rata solitaria en un rincón....




En noches solitarias, de ésas en las que desearía poder huir o arrancarme los ojos, las voces inundan mi mente.
En aquel cuarto mohoso, con el piso lleno de colillas de cigarro y de montones de billetes pisoteados, no puedo soportar la dura mordida del tiempo; en ocasiones las repentinas ganas de pegarme un tiro rascan desde las paredes, como ratas invisibles. Pero no, "... los ambiciosos nunca cometen suicidio." Así que en lugar de acabar el juego, dejo que las voces vengan a mí y deambulen por mi cerebro. Nada del otro mundo, nada de esquizofrenia, tan sólo un recurso de los solitarios.
De entre todas las voces que giran dentro de mi cabeza, la más fuerte, la que llega a imponerse en la mayoría de las ocasiones, es la de un personaje que frenéticamente confiesa sus culpas, como si de ello dependiera todo su discurso y su discurso fuera su total existencia. Esta lastimera voz a veces se torna dominante y me exige con rigor que yo escriba en un papel lo que me dicta, aquellos nombres que juré jamás recordar. Pero yo simplemente río mientras prendo otro cigarrillo. Aquel débil bastardo no podrá convencerme, no podrá ganarme.
A veces me hace perder el control, me obliga a gritarle, a ordenarle que se detenga. Pero la voz nunca se calla. No se va ni cuando arrojó el cenicero contra su escurridiza sombra, la cual huye hacia otro rincón. No se aleja ni siquiera cuando me arañó la cara con manos sudorosas y corto el cartucho de mi arma, con la esperanza de algún milagro. El silencio no existe en mis noches desde hace mucho, tal vez por ello una de las soluciones ha sido inundarme de ruido.
Ahogar la noche en música, en Whisky barato, acompañado de algunas cuantas líneas y de un poco de carne femenina. Absorber el sudor que un cuerpo ajeno produce, aplastar mi tejido contra la piel nocturna de alguna desconocida con olor a durazno. Me gusta el durazno, siempre me ha gustado. Blusa negra, falda roja, botas altas y olor a durazno, nada complicado, no me agrada lo complicado en las mujeres.
Así, desde meses atrás, todo se ha convertido en traer aquel amuleto de durazno a mi cama, noche tras noche y esperar, esperar hasta que la luz haga callar todas las otras voces, todas las sombras y, lentamente, también los obscenos jadeos de mis acompañantes.
Nada es suficiente. La voz siempre regresa, cada vez con mayor insistencia, noche tras noche en medio de mi hediondo aislamiento. Sin perdonarme... sin concederme ni un instante del tranquilo aislamiento al que quisiera entregarme. Sólo serían un par de meses (según me prometieron) y después podría largarme de aquí hacia donde yo quisiera, hacia el culo del mundo, si fuese tal mi gusto. Pero la cosa se complicó. Sí, se complicó y la jodida voz lo sabe. La voz lo sabe todo. Es por ello que a veces me susurra al oído, con tono de peluquero que te conoce de siempre y con su asqueroso tufo a cigarro: "R no ha muerto, sigue vivo y te va a encontrar a ti, puto traidor, mierdoso Judas... ¿Te rasuro un poco la patilla... o mejor la garganta entera, Chulo?"
La chica se despierta sobresaltada. Le digo que se calle y vuelva a dormir, que no ha sido nada, tan sólo un espejo quebrado por una botella vacía... Le ruego que se quede un rato más pero ella me dice que tiene que irse. Parece nerviosa... ¡Ja, como si nunca hubiese oído algo así antes con alguno de sus proxenetas golpeadores! Me dice que tiene que irse..Aún parece asustada e incluso está dispuesta a no cobrarme en esta ocasión. Le digo que espere, que yo invito... Me levanto de la cama (tal vez ella ya lo sepa) y me dirijo hacia mi pantalón en busca de algo. (Tal vez ya se haya dado cuenta de mi secreto... Que fui yo, la jodida rata, el comemierda del Chulo, quien vendió al Boss). Remuevo un poco mi pantalón mientras meto la mano en busca de mi cartera. (No puedo dejarla ir así como así) El sudor corre a chorros sobre mi rostro (tal vez ella crea que he sorbido demasiado perico), cuando siento la culata de la nueve milímetros surgir de entre la mezclilla. (El peluquero me dice que es inútil cualquier cosa que intente, que tan sólo soy otra rata arrinconada). Finjo que tomo la cartera, incluso le lo digo en voz alta, cuando en realidad estoy quitándole el seguro a mi arma (No puedo dejar cabos sueltos, el jefe puede olerme desde donde quiera que esté, R es DIOS).
... Dulces sueños, mujer de durazno.

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